lunes, 27 de agosto de 2012

Sagrado Rubor. Imagen vestida vs. Imagen desnuda


Como ocurre cada año, la llegada del mes de septiembre y la celebración de las fiestas en honor a la Virgen del Pino, lleva consigo la necesidad ―y también la obligación― de remozar y cambiar las galas de la Patrona de Gran Canaria. Así, en los días previos a la ceremonia de su bajada desde el camarín al presbiterio del templo parroquial, tiene lugar el acto de desvestir y vestir a la sagrada efigie, a la que se le cambia su vestido o manto de diario por alguno de los muchos que se custodian en su tesoro. La costumbre de vestir a las imágenes de devoción hunde sus raíces en la Baja Edad Media, arraigando en Canarias desde fechas muy tempranas. Y que es para los hombres y las mujeres de los siglos modernos, la contemplación de una escultura ―aunque se tratase de una talla completa y vestida― sin sus correspondientes atavíos y postizos, era del todo irreverente e irrespetuosa, pues se consideraba que las imágenes sin revestir quedaban poco menos que «desnudas».
La imagen de Nuestra Señora del Pino, aunque se trata de una talla completa o de bulto redondo, era revestida desde el siglo XVI. Ya en 1558 se menciona la existencia de una camisa de seda verde labrada de pinos, ajuar que irá aumentando gracias a las donaciones de sus feligreses. Tal fue el gusto por venerar a la imagen con sus ropas, que se la ha llegado a dotar de artificios tales como una peana de madera con la que disimular su pequeña estatura y, de esta manera poder elevar su tamaño, así como de unas manos postizas que suplen a las originales, ocultas bajo los pesados ropajes. De esta forma fue gestándose el ritual de vestir a la imagen del Pino, una ceremonia que desde muy antiguo se convirtió en un acto íntimo y reservado a unos pocos privilegiados, al imponerse la obligación de cambiarle sus vestidos fuera de la vista indiscreta de los devotos. Nos referimos al mandato del obispo Ruiz Simón, quien el 20 de mayo de 1707, limitó al cura de la parroquia, a la camarera y al sacristán, el número de personas que podían estar presentes en el momento de mudar el atuendo a la imagen. Esta costumbre que aún se mantiene vigente, también se vio favorecida con la construcción en 1615, a instancias del prelado Antonio Corrionero, de un nicho o camarín con el que procurar a la efigie un espacio retirado. Y también con la institucionalización del oficio de camarera, cargo honorífico reservado a las damas de la alta sociedad de Gran Canaria, pero que en sus primeros momentos fue copado por la familia Pérez de Villanueva, en quienes recayó el patronato de la capilla mayor de la parroquia de Teror.
No obstante, si bien fueron las mismas autoridades eclesiásticas quienes promocionaron y promovieron este tipo de prácticas, no es menos cierto que en algunos casos también las veían con cierto recelo, razón por la cual intentaron limitarlas. Así, durante el siglo XVII, obispos como Francisco Martínez de Ceniceros o Cristóbal de la Cámara y Murga, censuraron la costumbre de vestir imágenes y ponerles ropa «sin necesidad y, lo que es peor, vestirlas profanamente como si fueran mujeres», llegando a prohibir que las imágenes de bulto redondo fuesen vestidas. Precisamente, entre los milagros y portentos atribuidos a la imagen del Pino, se citan varios episodios en los que ciertos obispos ―cuyos nombres se silencian― ordenaron despojar de sus ropas y alhajas a la Patrona. Asimismo, durante la visita a la parroquia de Teror del arcediano don Juan de Salvago ―durante los meses junio y julio del año 1574― se prohibió vestir a la imagen con prendas que ya hubiesen sido usadas por alguna vecina del lugar. Posteriormente, la llegada de las ideas ilustradas supuso un nuevo intento ―baldío― por imponer un cambio en la mentalidad y estética barroca, concretamente con la mentada costumbre de revestir a las imágenes de devoción. Es precisamente en este contexto cuando surgen los primeros retratos y grabados en los que se muestra a la Patrona de Gran Canaria en el árbol de la aparición, desposeída de sus vestidos, joyas y atavíos. Todo, al objeto de desterrar una tradición que ya empezaba ser muy mal vista por ciertos sectores de la nobleza e Iglesia isleña. Sea como fuere, la añeja costumbre de engalanar a la imagen del Pino siempre siguió presente. Incluso, entre los milagros y prodigios ―arriba citados― que se atribuyen a esta entrañable imagen, se cuentan ciertas historias en las que la misma Patrona mostró con todo tipo de señales y portentos, su disgusto ante los intentos de mostrarla ante sus fieles devotos sin sus ricos vestidos. Nos referimos al relato que Leonor de Ortega transmitió a su yerno Blas de Quintana Miguel, sobre el episodio del obispo ―cuyo nombre se omite― que tras ver a la Patrona sin sus vestidos ordenó que de allí en adelante se venerase «desnuda» y que éstos se vendiesen, mandato que finalmente no pudo llevarse a efecto, pues «fue tal y tan grande la tormenta y tempestad de truenos, relámpagos y agua, que creyeron se hundiera el lugar» de manera que haciendo reparo si sería por lo hecho, acudieron a vestirla, momento en el cual cesó la tormenta. Suceso parecido fue el narrado por fray Diego Henríquez en 1714, si bien en esta ocasión la orden del prelado dio lugar a un cambio en el semblante de la imagen, pues «hallaron el alegre resplandor de aquel rostro celestial tan convertido en opaco y melancólico, que no podían sin mucha pena mirarla» razón por cual sus fieles devotos volvieron a vestirla, desoyendo el mandato del obispo.


Esta fotografía, tomada hacia 1922 por Teodoro Maisch, a instancias del obispo don Ángel Marquina Corrales, estuvo precedida de un intento de despojar a la imagen del Pino de sus mantos y trajes. El suceso, como ocurriera siglos atrás, fue rechazado duramente por el vecindario de Teror y los devotos de la Patrona, habituados a venerarla con sus alhajas y postizos. Archivo de Fotografía Histórica de Canarias, FEDAC-Cabildo de Gran Canaria.

Sin duda, para muchos hombres y mujeres del presente siglo XXI, estas costumbres y rituales pueden resultarles trasnochados, fruto de la ignorancia y en no pocos casos, de la superstición o de unas formas de religiosidad propias de un tiempo antiguo y remoto. En la actualidad la contemplación de la Patrona de Gran Canaria sin sus mantos y joyas, no supone ―al menos para una inmensa mayoría de devotos― ningún tipo de acto irreverente o irrespetuoso, siendo muchos los que aplauden la decisión de mostrarla de esta manera. No obstante, en honor a la verdad debemos decir que este cambio de mentalidad no se produjo hasta tiempos relativamente recientes. Sirvan como nuestra, los polémicos y controvertidos episodios vividos en la Villa durante los mandatos de los obispos Marquina Corrales e Infantes Florido, quienes intentaron ―sin conseguirlo― exponer y despojar a la imagen del Pino de sus vestidos y joyas, en consonancia con una devoción más reflexiva y sobria, alejada de excesivos alardes exteriores. Y es que en muchos aspectos, y a pesar de los siglos transcurridos, las mentalidades y formas de religiosidad de los siglos modernos, aún siguen vigentes o lo han estado hasta hace muy poco tiempo.

Gustavo A. Trujillo Yánez

lunes, 13 de agosto de 2012

Destreza, sangre y valor en honor a la Patrona. Notas sobre las fiesta de toros bravos en el Teror del siglo XVII


El culto y la afición al toro tiene unos orígenes remotos. Sirvan como muestra las representaciones artísticas cretenses y etruscas de ‹‹juegos de toros››, o las noticias que se tienen sobre el empleo de estos nobles animales en los circos romanos. En España, a partir del siglo X se volvió a popularizar la lucha contra estos bóvidos, y en el siglo XIII, Alfonso X El Sabio dictó severas leyes por las que declaraba infame al que tuviera que combatir con animales salvajes por dinero, considerando honrosa la lucha con el toro para mostrar el valor personal. Nuestro archipiélago, tras su anexión a la corona castellana, comparte con el resto de españoles la afición por la lidia de toros bravos. Tanto es así que en las fiestas religiosas en honor al Santo Sacramento, Corpus Christi, Pascua, Santa María de Agosto, las fiestas de los Santos o las celebradas en honor a San Juan, nunca faltaron este tipo de actos lúdicos. También fueron empleados para conmemorar acontecimientos profanos, como la coronación de Carlos V, la derrota de los comuneros, tratados de paz, o el nacimiento de nuevos vástagos en la Casa Real, como el caso de Felipe II. En todas estas ocasiones era el Concejo o Ayuntamiento de la isla, el encargado de organizar el espectáculo, sufragado a costa de los bienes de propios. No obstante y al igual que ocurría en la Península, desde al menos el siglo XV, en Canarias también se alzaron voces críticas contra este tipo de sanguinarios y crueles espectáculos. Sirvan como ejemplo las prohibiciones del Obispo don Cristóbal de la Cámara y Murga, a quien se debe la negativa de correr toros en días de fiesta, bajo pena de excomunión mayor y 200 ducados de multa, o la tendente a impedir que los clérigos, cofradías y cabildos eclesiásticos ofrecieran, pidiesen limosnas o comprasen toros, sancionándose en este caso con la excomunión y 2000 maravedíes. También se persiguió la costumbre de celebrar fiestas y corridas de toros en honor a Dios y a los santos, práctica bastante frecuente entre los canarios de los siglos XVI y XVII.

Corrida de toros en Benavente en honor a Felipe El Hermoso. Óleo atribuido al pintor Jacob van Laethem (1506).

Sin embargo, a pesar de tales disposiciones y censuras, con precedentes en el Concilio de Trento (1545-1563) y en Provincial de Toledo (1566), los regocijos con toros bravos estuvieron presentes en los «programas» de actos festivos como los celebrados en honor a la Virgen del Pino. Y es que a pesar de lo dispuesto por el obispo Cámara y Murga en su Sínodo de 1631, la parroquia de Teror continuará financiando la celebración de corridas de toros. Sirva como ejemplo, el sueldo que se pagó a los toreros que actuaron en la fiesta del año 1647:

«Item se descarga con tres reales que dixo haber pagado a dos toreros que truxeron los toros para la celebración de la festividad de Nuestra Señora por Septiembre deste año de 1647».

O el dinero que se le abonó al mozo encargado de guardar los toros que se lidiaron al año siguiente:

«Ytem se descarga con cinco reales que dixo havía pagado a un mosso, guarda de los toros que se lidiaron en dicha festividad de dicho año de 1648».

Corrida de toros en Santa Cruz de Tenerife (h. 1900-1905). Archivo de Fotografía Histórica de Canarias, FEDAC-Cabildo de Gran Canaria.

La manera en que se desarrollaban este tipo de diversiones, de los que fueron muy gustosos nuestros antepasados, no debió de ser muy diferente al modo y manera con que se luchaba contra estos bellos animales en la España del llamado Siglo de Oro. En primer lugar y a falta de una plaza de toros permanente, cualquier espacio abierto hacía las veces de coso taurino, delimitándose éste con barreras de madera o talanqueras. El toreo a caballo, reservado para la clase aristocrática, fue en estos momentos el más difundido, debiendo el caballero clavar un rejón en el cuello del animal. El sacrificio del toro sólo producía en el caso de que el rejoneador se dejara ‹‹ofender›› por el bóvido, teniendo éste la obligación de vengarse y saldar la ofensa, abatiéndolo de una estocada. En el supuesto contrario de que el caballero no fuese ofendido por el bruto, la fiesta finalizaba sin la consumación de la muerte. Era entonces cuando entraban en escena los llamados peones, encargados de inmovilizar al animal desjarretándolo, o lo que es lo mismo, cortando a cuchilladas sus patas por el jarrete o parte posterior de la rodilla, con lo que el noble espectáculo se convertía entonces en una auténtica orgía de sangre. Probablemente, fueron este tipo de toreros que se enfrentaban al toro a pie, y no aquellos que lo hacían sobre la grupa de un caballo, los más usuales en las fiestas de Teror, pues la actuación de los éstos fue más frecuente en la capital del reino y en las grandes ciudades. Con todo, los terorenses del Seiscientos no sólo saciaron su hambre y sed de espectáculo y morbo con la sangre de los toros y probablemente, y en alguna que otra ocasión, con la de los propios toreros. Entre sus aficiones también cabe señalar pasatiempos menos cruentos como los juegos de naipes y bolos, las comedias, los fuegos de artificio, y los bailes o la música de tamboril ejecutados por esclavos negros o «morenos».

Gustavo A. Trujillo Yánez