miércoles, 3 de noviembre de 2010

¡En las lenguas de Teror te veas!

Algunos apodos y nombretes de los terorenses durante los siglos XVI al XVIII

Uno de muchos los rasgos que caracteriza a los pueblos y pequeñas poblaciones es el empleo de apodos y motes. Generalmente, están inspirados en los defectos, rasgos físicos o espirituales, características y habilidades especiales, lugares de procedencia, alteraciones de los apellidos o en otras circunstancias, permitiendo distinguir a una persona de otra o de los demás. Su conocimiento nos acerca más al común de la gente y nos sirve para apreciar la valoración que un grupo humano hace de sí mismo, tal como se encargó de señalar Francisco Morales Padrón en su libro Los nombretes en Gran Canaria y otros ensayos (2002). Gracias a la consulta de diferentes tipos de fuentes escritas, hemos podido comprobar que los terorenses de los siglos XVI al XVIII no supusieron la excepción a la regla, mostrándose igual de originales que el resto de grancanarios a la hora de asignar motes y apodos a sus vecinos.
            De esta manera, fue frecuente el uso de apelativos como el ‹‹Mozo›› o el ‹‹Viejo›› para diferenciar a padres e hijos que poseían el mismo nombre, como el caso de Enrique Díaz, conocido con el apelativo del ‹‹cantero viejo››. También fue habitual el uso de apodos que hicieron referencia al lugar de procedencia o naturaleza del sujeto, como en los casos de Bartolomé Díaz del Río el ‹‹Castellano››, Mariana Cabrejas la ‹‹Castellana››, Antonio «el majorero», Domingas ‹‹Portuguesa››, Juan Rodríguez ‹‹Portugués››, Juan ‹‹Tirajana››, Juan Martín ‹‹Guanchía››, Diego Rodríguez ‹‹del Álamo››, o el más cercano de Matías Hernández ‹‹del callejón››. También hemos registrado el caso de una viuda de la que desconocemos su identidad, pero a la que se cita como la «Flamenca», término que hacía referencia a los naturales de Flandes, una de las tres regiones que componen la actual Bélgica, junto a Valonia y la región de Bruselas. Con cierta frecuencia registramos el término ‹‹Majorero››, especialmente durante el periodo 1703-1704, momento en el que arribaron a Gran Canaria un considerable número de vecinos procedentes de Lanzarote y Fuerteventura, huyendo del hambre y la miseria. De éstos, una parte fue a parar a Teror, si bien lo hicieron para morir, ante el frágil estado de salud que presentaban, especialmente los niños, algunos de los cuales eran hallados muertos en los bancos de la Iglesia, mientras que otros llegaron a ser enterrados en la ermita de Ntra. Sra. de las Nieves del Palmar; como sucedió con Florencia y Eugenio, jóvenes procedentes de Lanzarote y Fuerteventura respectivamente. Por su parte, el calificativo de ‹‹Griego›› como el dado a los vecinos de Valleseco – pago de Teror hasta su separación política en 1842 y religiosa en 1846 – Francisco García, Diego de Ojeda, así como a Simón Hernández, no parece tratarse de un adjetivo gentilicio, sino más bien de una forma de referirse a aquellas personas de religión ortodoxa que usaban el griego como lengua litúrgica, razón por la cual llegaron a ser procesados por la Inquisición. En opinión de Jesús Emiliano Rodríguez Calleja, por lo general se trataba de marineros que a través del Mediterráneo llegaban a las costas peninsulares y canarias, siendo ésta es por el momento y, a falta de otra explicación más convincente, la teoría más aceptada entre los investigadores en torno al origen de este apelativo, aunque no se puede asegurar como del todo fiable.

Uno de los motes más curiosos que hemos registrado ha sido el del esclavo terorense, Juan "carne cruda" (Dibujo de Christoph Weiditz, 1529)

            Mención aparte – aunque en este caso señalaba la procedencia social – requiere el término ‹‹Santanero›› usado generalmente en sentido despectivo, fue empleado hasta no hace mucho tiempo para referirse a los recién nacidos que fueron abandonados o entregados por sus progenitores a un establecimiento benéfico. Se trata de un vocablo exclusivo de Gran Canaria y diversos estudios apuntan a que su origen se debe al hecho de que la Casa de Expósitos y el Hospicio de Las Palmas de Gran Canaria estaban bajo la advocación de Santa Ana; o bien, a que la citada Casa Cuna estaba ubicada en la Plaza de Santa Ana. Este término dio lugar al popular apellido Santana o Santa Ana, significando un estigma social o mácula para aquellos que lo portaban.
            Otra mención especial merece el mote dado a Diego Hernández, apodado con el sobrenombre de ‹‹Remiendos››. Al parecer y según relata Antonio Rumeu de Armas en su trabajo dedicado al Marqués del Buen Suceso – publicado en el número veintinueve del Anuario de Estudios Atlánticos (1983) – el empleo de este apodo por parte del vecindario de Teror para referirse al mentado Diego Hernández, se debió a la negativa de su madre a que éste contrajera matrimonio con una mora, con la que al parecer tuvo amoríos durante su cautiverio en un presidio africano a manos de unos piratas argelinos. Ante la imposibilidad de impedir el enlace, la anciana madre maldijo a su hijo deseándole ‹‹que no tuviera pan con que comer y que con remiendos tapase sus carnes››, dando lugar al nombrete en cuestión.
Por los caracteres anatómicos e intelectuales, contamos con los casos de Nicolás González el ‹‹Alto››, identificado como uno de los peones que intervino en la construcción de la actual Basílica (1760-1767) y asimismo, testigo de uno de los muchos supuestos milagros y sucesos sobrenaturales registrados durante la construcción del templo. También el de María Pérez ‹‹Chica››, Juan Falcón ‹‹Colorado››, María y Francisca Barreto apodadas como la ‹‹Rubia››, Juan García de Quintana el ‹‹Sordo››, Isabel la ‹‹Gaga››, José González ‹‹Pequeño››, Luis el ‹‹Bobo››, Bartolomé García ‹‹el Tardío›› y los ejemplos de Juan Domínguez y José Sánchez conocidos con el calificativo despectivo del ‹‹Simple››. Junto con éstos, había motes relacionados con una profesión, cargo o dignidad, tal es el caso de un individuo al que se le conocía como ‹‹el de las ovejas››, el de Diego Hernández ‹‹cantero››, Lázaro González ‹‹Lanero››, Gregorio «el pintor», o los ejemplos de José Hernández apodado como el ‹‹Rey›› y Antonio Pérez como el ‹‹Obispo››. En algunas ocasiones el moteado tuvo que mostrar cierto parecido o comportarse como algún animal, razón por la cual hemos localizado a un tal Juan ‹‹Ratón››, esclavo que fue del Capitán don Juan de Quintana, María Pérez la ‹‹Ratona››, Sebastián Gómez ‹‹Morro››, Juan Suárez ‹‹Palomo››, Gregorio González el ‹‹Grillo››, Inés Alonso ‹‹Baca›› (Vaca) o la variante ‹‹Vaquita›› o ‹‹Baquita›› dadas respectivamente a José Alonso ‹‹el vaquito›› y a una mujer cuya identidad desconocemos.
            Asimismo, hubo motes que hacían referencia a cualidades espirituales y físicas, como Ignacio de Mireles ‹‹El Santo›› y Domingo García ‹‹Tumbalobos››, testigos de la caída del Pino de la Virgen en el año 1684. En relación con los hábitos culinarios, contamos con el ejemplo de Juan ‹‹Carne Cruda››, esclavo de Salvador González Falcón. En cuanto a la composición racial, a la población cautiva de Teror se le solían añadir adjetivos como el de ‹‹negro››, ‹‹moreno››, ‹‹mulato›› y ‹‹bozal››, este último empleado para designar a aquellos esclavos africanos recién capturados en el continente y que aún no sabían hablar el castellano.
            Cierran esta nómina provisional de nombretes los ejemplos de Andrés García ‹‹Fustán››, María Díaz la ‹‹Cosina››, Domingo Henríquez ‹‹Claro››, María Henríquez la ‹‹Nunga››, Cristóbal ‹‹Canino”, Juan Pérez el ‹‹Ría››, Francisco González ‹‹Pingue››, Cristóbal Hernández ‹‹Mayo›› o el de Juan Diego "Alicano".


Gustavo A. Trujillo Yánez 

viernes, 29 de octubre de 2010

Monstruos, ahogados y desriscados... Acontecimientos luctuosos en el Teror de los siglos XVII y XVIII

Durante la Edad Moderna, el estudio de las deformidades y malformaciones congénitas, fue cultivado por multitud de científicos y curiosos. Ilustración del Monstrorum historia (1647), obra del naturalista Ulisse Aldrovandi (Propiedad: Biblioteca Digitale dell'Università di Bologna).

La del Antiguo Régimen, fue siempre una sociedad sometida a los rigores del clima, las malas cosechas, las epidemias y las hambrunas, en las que muchos veían truncada su existencia terrena de forma trágica e inesperada. Los terorenses, al igual que el resto de canarios, sufrieron en sus propias carnes el flagelo de la enfermedad y el hambre. Tal es el caso de los episodios vividos durante la hambruna de 1847, o las virulentas epidemias de tuberculosis y cólera morbo que tuvieron lugar durante los años 1741 y 1851.
Junto a estas tragedias colectivas, cuyo estudio pormenorizado nos es posible gracias a la conservación de los libros de defunciones custodiados en la Parroquia del Pino, en el Teror de los siglos XVII y XVIII también tenían lugar tragedias personales, protagonizadas por gentes sencillas, hombres y mujeres apegados a una tierra que les proporcionaba el sustento, y que en ocasiones y cuando menos lo esperaban, se tornaba en su contra de forma violenta. Nos referimos a todos aquellos terorenses fallecidos en circunstancias trágicas y luctuosas, a quienes dedicamos este breve ensayo.
En un territorio tan accidentado como el de Teror, cuyas vías de comunicación eran bastante precarias e inestables, fueron frecuentes los episodios de personas desriscadas. De hecho, entre los milagros que se atribuyen a la imagen del Pino, destacan por su reiteración los sucesos de individuos y animales precipitados al vacío o a la eminencia de un barranco, que son posteriormente salvados de forma prodigiosa gracias a la intercesión de la Patrona. Por el contrario, en el otro extremo figuran aquellos que no contaron – o no fueron merecedores – de la «gracia divina», dando con sus huesos en lo más profundo de un precipicio. Tales fueron los casos de Sebastián Hernández Montesdeoca, del que se anotó en noviembre de 1679, que murió «despeñado y hecho pedazos»; el de Francisco Pérez del Pino, vecino de la Madre del Agua, que en 1711, «murió sin testar, despeñado»; el de Catalina Pérez de Troya, vecina de Valsendero, que falleció en ese mismo año y en iguales circunstancias; el de Salvador de Quintana, vecino de Valleseco, que en enero de 1713, murió despeñado en la «Montaña de Oramas», el de Baltasar Duarte, al que en el mismo año hallaron muerto en las laderas de Cueva Corcho; el de Salvador Antonio, despeñado el 28 de agosto de 1759 en la «Montaña de Oramas», de «cuio golpe murió instantáneamente»; o el de María de Quintana, fallecida el 5 de mayo de 1766, sin haber recibido los santos sacramentos ‹‹por averse despeñado de un risco cojiendo yerva››.

En el abrupto relieve de Teror, encontraron la muerte muchos de sus habitantes (Fotografía coloreada del Barranco de Teror. Propiedad: FEDAC)

Otra forma más o menos habitual de accidente con consecuencias fatales fue el ahogamiento, el cual solía producirse por los efectos de las crecidas de los barrancos, en las charcas que éstos dejaban a su paso, o en los estanques y construcciones destinadas al almacenamiento del agua. Este fue el caso de José, que murió ahogado en 1709 por un «barranco rápido»; de Blas Álvarez, niño de 13 años, ahogado en 1713; el de María, niña de cuatro años, que halló la muerte, el 23 de diciembre de 1719, «ahogada en un charco»; o el del niño de 11 años llamado Juan ‹‹el qual se ahogó en el Barranco de Alonso››, en octubre de 1766. Especialmente destacado fue el conocido como «temporal de Reyes», ocurrido el 6 de enero de 1766, que causó enormes estragos en toda Gran Canaria, afectando también a Teror, donde además de otros daños, dio lugar a la formación de una profunda charca en la Laguna de Valleseco. En ella perdió la vida de forma trágica – el día 13 de enero – Asencio Yánez, al pretender vadearla junto con otro compañero. Igual destino tuvo su amigo Francisco Romero, que intentó al día siguiente – y a pesar de no saber nadar – rescatar el cuerpo de Asencio, para lo cual construyó una ‹‹jangada›› o balsa de troncos, de la que desafortunadamente cayó a la charca pereciendo en el intento. Por si fuera poco, los cuerpos de ambos no pudieron recibir sepultura hasta pasados 15 días. Tal era la profundidad de la charca que no fue posible hallarlos por medios humanos, labor que se encargó de hacer la propia naturaleza el 29 de enero, momento en ‹‹que los echó el agua de sí, sin mal olor››. Tan grandes fueron las consecuencias de este temporal, que hasta los años ochenta del pasado siglo XX, aún se mantenía vivo su recuerdo en el romancero tradicional, recogido por Maximiano Trapero en el segundo tomo de su Romancero de Gran Canaria (1990):

Cuando el temporal de Reyes,
que hayan visto los nacidos,
eso tendrán que contar
a hijos, nietos y amigos,
los barranquillos barrancos,
los barrancos enemigos,
por fuertes llanos y laderas
todos a la mar se han ido…

            Completamos este repertorio de sucesos luctuosos con dos casos llamativos y excepcionales. El 19 de agosto de 1718, Teror se sobresaltó con la explosión de medio quintal de pólvora que se almacenaba en la sacristía de la iglesia, cuya detonación, a pesar de producir un incendio y serios desperfectos en el templo, no dañó la imagen de la Patrona, que salió despedida a varios metros de distancia de su emplazamiento. Este acontecimiento considerado como un milagro por el vecindario, parece haber obviado la muerte del vecino de la localidad Salvador Berriel, tal como dejó anotado el cura don Domingo Rodríguez del Toro, quien se inculpó de todo lo ocurrido, como consecuencia de sus «grandes pecados».
            El último suceso al que hacemos referencia, fue el caso de una niña del barrio de Arbejales, hija de Luís Montesdeoca y Antonia Suárez, con la que la naturaleza se mostró implacable, incluso antes ver su primera luz, pues además de nacer medio muerta, vino al mundo «monstruosa, con una caveza como de hombre tan grande, y en ella dos caras formadas en cada lado». Sin duda, este caso anotado el 24 de noviembre de 1678, por el bachiller Juan Rodríguez de Quintana, habría sido merecedor de figurar en tratados de Teratología como el Monstrorum historia (1647), obra del célebre naturalista, filósofo y médico Ulisse Aldrovandi; o en el gabinete de José de Viera y Clavijo, quien contaba entre sus colecciones, con varios especímenes de monstruos, entre ellos, el cuerpo deforme de una niña que nació en la calle de San Juan de la ciudad de La Laguna en 1731.
            Hasta aquí, la breve relación de unos sucesos, que a buen seguro fueron objeto de la comidilla y la habladuría de un pueblo tan dado a esos menesteres como el de Teror, y que quizá hicieron proferir a más de uno, una frase con la que mi abuela, Reyitas, nos hacía notar cualquier tipo de acontecimiento fuera de lo normal, ¡Otra como esa, los nacidos no la han visto!

Gustavo A. Trujillo Yánez

domingo, 24 de octubre de 2010

Aunque te convido al templo, siempre me quedo en la torre... La campana de los cuartos

La campana de los cuartos, fabricada en 1764, es la campana más antigua de Teror (Autor de la foto: Héctor Vera. Propiedad: Basílica de Ntra. Sra. del Pino, Teror)

Aunque relegadas a un segundo plano, las campanas en sus diversas formas y tipologías forman parte del patrimonio histórico y artístico de cualquier templo o santuario. Como ha señalado acertadamente Josemi Lorenzo Arribas «no hay iglesia sin campanas y, de hecho, uno de los elementos estructurales de aquéllas, la torre o la espadaña, surgió con la única misión de sostenerlas». Asimismo, y hasta tiempos relativamente recientes, los toques de las campanas marcaron la vida cotidiana de nuestros antepasados, informándoles sobre las señales horarias, avisándoles de las convocatorias a los oficios religiosos, fiestas y solemnidades, y exhortándoles a participar en los acontecimientos civiles, lo que hace aún más incomprensible este aparente desinterés. Tal es el caso de la pieza que nos ocupa, de la que apenas existen estudios o referencias.
La llamada campana «pequeña» o de los cuartos está situada sobre el reloj de la iglesia, formando pareja con la campana de las horas[1]. Se trata, además, de la pieza más antigua que conserva la Basílica, pues el resto de idiófonos que contiene la iglesia, y aún los radicados en los recintos sagrados de la Villa mariana[2], fueron fabricados durante los siglos XIX y XX[3]. El paso del tiempo ha desgastado en parte las decoraciones e inscripciones que la campana luce en su superficie, a pesar de lo cual puede leerse el siguiente rótulo: «AVE MARÍA GRATIA PLENA MDCCLXIV», letrero que nos remite al episodio de la Anunciación de María, así como a la fecha de fundición de la pieza, 1764. En cambio, no figuran el lugar de fabricación, ni otros datos tales como el del artesano o el de su donante, detalle este último que intentaremos desvelar a renglón seguido. El instrumento muestra en su cintura las figuras en relieve de la Virgen María, San Pedro Apóstol, Cristo Crucificado y Santa Bárbara. En relación con la santa mártir – abogada ante las tormentas y los rayos – conviene señalar que se trata de una de las devociones que más se repite a la hora de plasmar su imagen sobre la superficie de las campanas, ostentando en este caso, los atributos que le son propios, la palma del martirio y la torre con tres ventanas, sobre la que se apoya. Por lo que se refiere al relieve que representa al que fue primer Papa de la Iglesia Católica – fácilmente reconocible por portar las llaves y el libro, tan característicos de su iconografía – su presencia podría ponerse en relación con el nombre del que pudo haber sido posible oferente, Pedro Russell. Por su parte, la imagen de la Virgen parece corresponderse con la advocación de Ntra. Sra. de la Cinta, pues aparece portando en unas de sus manos una especie de cinta o cíngulo,  objeto que hace referencia al episodio en el que la Virgen María ofreció un cinta o correa a San Tomás, para persuadirle de su muerte y asunción. Separa a cada uno de estos cuatro bajorrelieves la silueta de un pino – en clara alusión al árbol que da nombre a la advocación de Ntra. Sra. del Pino – coronado por una figura alada, que creemos se corresponde con la figuración del Espíritu Santo.
            Como hemos indicado, todo parece probar que la llegada de este instrumento, se debe a la iniciativa del comerciante de origen irlandés, Pedro Russell. De hecho, en el oficio celebrado por su alma en la Parroquia de Teror, el 18 de mayo de 1762, figura en calidad de donante de una campana pequeña que tiene todos los visos de corresponderse con la presente: «También trajo dicho señor don Pedro la campana que está en la torre, a la parte del Sur, que se dize la pequeña». Como resulta evidente y si admitimos la posibilidad antes apuntada, la pieza sería trasladada desde su antigua ubicación a la actual. No fue esta la única ocasión en la que Pedro Russell, en compañía de su hermano José, ofrendaron a la Patrona de Gran Canaria todo tipo de objetos suntuarios con los que dotar a la parroquia de Teror, pues en el mentado oficio celebrado por su alma, también figura el compromiso de los obsequiantes de costear las campanas para las ermitas de San Vicente Ferrer (Valleseco)[4] y de Ntra. Sra. de las Nieves (El Palmar, Teror)[5], obligación que desconocemos si fue llevada a efecto.


Detalle de la campana, ya desaparecida, que colgaba de las ramas del Pino Santo de Teror. Se trata de un dibujo atribuido a Tomás Marín de Cubas, fechado en torno al año 1682 (Autor de la foto: Fernando Cova del Pino. Propiedad: Biblioteca Pública Municipal Central de Santa Cruz de Tenerife)


Gustavo A. Trujillo Yánez

[1] Esta pieza fue traída a la Parroquia a expensas de don Diego Domínguez Silva. Fue fundida en Logroño en el año 1942, por la empresa familiar «Hijo de Benito Perea», de gran tradición en la fabricación de campanas.
[2] Así por ejemplo, la ermita del lugar de San Isidro, posee una campana procedente de Londres, fabricada en 1869, por la firma «J. Warner & Sons»; por su parte, los idiófonos de la iglesia del Sagrado Corazón de Jesús, fueron adquiridos en 1923, mientras que los que luce la espadaña del monasterio del Cister, fueron traídos desde Londres en la década de los 80 del siglo XIX.
[3] Además de la mentada Campana de las horas, la torre amarilla contiene otras 3 piezas: el Esquilón, situado al Sur del campanario, fabricado en 1862; la Campana mediana, procedente de Sevilla, fundida en 1829 por «Juan Mª Acosta»; y la Campana grande, de la que no hemos podido averiguar ningún dato sobre el lugar de origen y cronología.
[4] Las campanas que hoy posee la iglesia del patrono de Valleseco, fueron fundidas en Barcelona por la empresa «Isidro Pallés e Hijo», en el 1866.
[5] No obstante, el instrumento que actualmente posee el recinto está fechado en 1816, figurando la siguiente inscripción «OTERO AÑO DE 1816».

Los zapatos de la abuela

Entre las numerosas piezas de ropa, mantelería, menaje y otros enseres del hogar que figuran en el testamento de la terorense Catalina Pérez de Villanueva, redactado por el escribano Juan de Quintana, el 21 de octubre de 1608, traemos a colación la presencia de unos chapines.


Mujeres con chapines. Dibujo de Christoph Weiditz (s. XVI). Propiedad: Biblioteca Nacional de España.

El chapín fue un tipo de calzado, con suela de corcho y de altura variable, empleado por las mujeres de los siglos XV al XVII. Su uso respondía tanto a la necesidad de resguardar la ropa del barro y suciedad del camino, como a cuestiones de tipo estético, pues el empleo de chapines elevaba la altura de las féminas y realzaba su figura. Sebastián de Covarrubias, en su Tesoro de la lengua española (1611), señala su uso de forma exclusiva por las mujeres adultas y casadas, por lo que su empleo era indicativo de su estado civil: "en muchas partes no ponen chapines a una mujer hasta el día que se casa, y todas las doncellas andan en zapatillas". En fin, los chapines fueron el calzado de moda por el que suspiraron muchas españolas del Siglo de Oro, entre las que también encontramos a algunas terorenses. Hasta tal punto fue así, que muchos escritores del siglo dorado los mencionan, y en ocasiones satirizan, tal como como podemos comprobar en este breve fragmento de la comedia El perro del hortelano (1618) de Lope de Vega:



No la imagines vestida
con tan linda proporción
de cintura, en el balcón
de unos chapines subida.
Toda es vana arquitectura;
porque dijo un sabio un día
que a los sastres se debía
la mitad de la hermosura.


Gustavo A. Trujillo Yánez

Teror: una mirada al pasado

Aprovechando la oportunidad que nos brindan las nuevas tecnologías, "Teror: una mirada al pasado", surge con la intención de dar a conocer y difundir todos aquellos aspectos relacionados con la historia y el patrimonio cultural terorense

Gustavo A. Trujillo Yánez